Falcke, H. y Römer, J. (2020/21). La luz en la oscuridad. Los agujeros negros, el universo y nosotros. Madrid: Debate.
Uno de los logros casi inimaginable –sueño extravagante– de la gran ciencia se hace visible urbi et orbi el 10 de abril de 2019 (día único): se trata de la primera imagen de un agujero negro –objeto en completo colapso gravitacional-. Comenzaba así a desvelarse uno de los mayores secretos de la física.
Antes, fue preciso un inmenso trabajo de un gran número de investigadores, ayudados por las más modernas y poderosas tecnologías –muy concretamente los radiotelescopios-, empleadas en esta ocasión, afortunadamente, para beneficio de toda la humanidad. Tal es en estos momentos el poderío –para bien o para mal: su empleo- de nuestras avanzadas tecnologías.
Pero, ¿cómo se ha podido llegar hasta ese momento y qué hacer a partir de él? Partiremos de hechos aparentemente contradictorios: en ciencia, los fracasos pueden ser revolucionarios. Un caso prototípico es el intento de poner a prueba las diferencias de la velocidad de la luz, sobre la base de la existencia del éter. Ni el éter existía ni era válida la concepción de espacio y tiempo absolutos. La teoría de la relatividad einsteiniana hacía así su entrada triunfal en nuestro mundo, sustituyendo de este modo algunos de los pilares esenciales de la física clásica.
Hoy sabemos que la velocidad de la luz es la única medida verdaderamente constante en el universo. Además, gracias a la luz, conocemos con rigor que estamos a 1,3 segundos de la luna o a 8 minutos del sol, que nuestra estrella vecina más cercana –Próxima Centauri- se halla a una distancia de 4,2 años luz -1,3 pársecs- y que nuestra separación de la nebulosa de Orión es de mil trescientos años luz. Quien emplea una regla para medir lo hace en unidades de luz. Ésta, en definitiva, es una medida fundamental de todo, incluso del propio tiempo. Y no sólo mide. También la luz, que es partícula y onda a la vez,define el espacio y el tiempo. De hecho, es el “aparato” más elemental para medir el espacio-tiempo.
En este marco, el de la radioastronomía (radiointerferometría) –universo dinámico: en expansión tras la explosión primigenia– es en el que nos tenemos que encuadrar para avanzar en la comprensión científica de los agujeros negros (y de los cuásares). Sin él no fuimos capaces, a lo largo de la historia, de sospechar ni siquiera de su existencia –hasta ya iniciado el siglo XX-, mucho menos de sus específicas características –principios básicos de la astrofísica de los agujeros negros-.
Cuando se pretende ver agujeros negros hay que iluminarlos: sombras y anillos de luz (cacofonía de los datos que se convierten en una armoniosa sinfonía: la imagen del agujero negro –anillo de color rojo candente con una mancha oscura en el centro-). La invariancia de escala de Einstein era así confirmada experimentalmente con una precisión impresionante –de casi ocho decimales-. Si queremos oírlos, lo hacemos gracias a las ondas gravitatorias que se originan con la fusión de dos agujeros negros.
Es imaginable que alguien pueda preguntarse con razón: ¿y a mí qué? ¿Qué tiene que ver mi vida con estos agujeros negros? ¿No es algo sólo para especialistas en radioastronomía? Hay que señalar que tal vez este asunto pueda ser de una utilidad considerablemente mayor de la imaginada. Con la lectura de esta obra se podrá comprobar. Así, nuestra propia concepción, como humanos, se hace más realista cuando contamos con el contexto abarcador que se extiende mucho más allá de nuestro planeta o incluso de nuestra galaxia. Si los agujeros negros cambian este contexto sideral, como sin duda alguna ocurre, entonces nos obligan por ende a modificar nuestra visión de nosotros mismos en un universo esencialmente cambiante.
De hecho, son varias las razones para aconsejar la lectura de este libro: 1) está muy bien escrito, por lo que es un auténtico placer leerlo; 2) es rico en buenos contenidos científicos; 3) nos posibilita comprender cómo es el camino –el método- de la buena ciencia, gracias al cual disminuye considerablemente el ruido (¡Qué esfuerzos ingentes asumen los humanos para investigar y ampliar horizontes!)-; 4) nos ayuda, en consecuencia, a ser algo más sabios –con mejores visiones del universo y de nosotros mismos- y, si utilizamos debidamente estos conocimientos, tal vez a ser mejores personas, completando o sustituyendo –lo que proceda en cada caso- las visiones específicas proporcionadas por las creencias –incluidas las religiosas- de cada cual.