La actitud científica

McIntyre, L. (2019/20). La actitud científica. Una defensa de la ciencia frente a la negación, el fraude y la pseudociencia. Madrid: Cátedra.

Portada del libro

Es la segunda vez que recensionamos una obra de este autor en esta Sección de ACIPE. La primera fue sobre la Posverdad. Dentro del mundo académico solemos hablar de libros de lectura obligatoria, es decir, esenciales, imprescindibles. Éste lo es para varios de sus posibles destinatarios, empezando por toda aquella persona que se considere científica, sin importar la disciplina que cultive, siguiendo por todo tipo de profesorado –primaria, secundaria, universitario- y llegando hasta los propios alumnos y a todas aquellas personas amantes del saber bien asentado empíricamente (no del ofrecido por las abundantes pseudociencias que campan a sus anchas, tanto a través  del mundo analógico como por el digital).

 Al ser su autor un  internacionalmente bien conocido filósofo de la ciencia, ésta va a ser su perspectiva de análisis: la filosofía de la ciencia. Como cabía imaginar de un consumado erudito especializado, lleva a cabo buenos análisis y síntesis (y las correspondientes convergencias y discordancias) de las aportaciones de aquellos autores de fama mundial (Popper, Kuhn…), cuyas obras figuran con razón en buena parte de las bibliotecas de las instituciones académicas del mundo.

Su aportación esencial: poner de manifiesto y justificar académicamente lo distintivo  de la ciencia, que no va  a residir, contrariamente a lo que se suele pensar (McIntyre dixit),  ni en el hasta ahora denominado método científico (pasos: observar, establecer hipótesis, predecir, comprobar y analizar los resultados, revisando las hipótesis y empezando de nuevo), ni en la demarcación científica (condiciones necesarias y, también, suficientes), sino en la actitud científica (personal y de la comunidad científica): las personas que investigan se preocupan por la evidencia (las pertinentes pruebas empíricas), gracias a las cuales se ratifican, se rectifican o quedan abandonadas las hasta ese momento vigentes teorías. La falsación cobraría aquí, por derecho propio, su especial protagonismo. Así estaremos más seguros de una correcta aproximación a cómo funciona la realidad estudiada por el personal investigador.

La actitud científica se convierte así en la piedra angular de la verdadera ciencia. Es la condición necesaria para que podamos hablar de ciencia: si una teoría no cuenta con una actitud científica por parte de su autor, podemos decir con rigor que no es científica. Constatamos una y otra vez que el proceso científico se corrige a sí mismo, tanto a escala individual como grupal. De ahí que la ciencia, por definición –en función de la actitud científica-, no pueda ser perfecta. De hecho, aunque pueda parecer a primera vista que nos hallamos ante una manifiesta contradicción, el fracaso puede ser (y de hecho lo ha sido) valioso para el avance ilimitado de la misma ciencia.

Ello implica, por derivación y en primer lugar, mantener una lucha sin cuartel contra el fraude (el rostro más desagradable de la ciencia): actitud incorrecta con respecto a las pruebas empíricas (hacer trampas, mentir –intención de engañar-, manipular sesgadamente, fabricación o falsificación intencionada de datos…). En segundo lugar,  aunque de manera bien diferente, hacer frente también a algo que ha sido puesto de manifiesto recientemente –finales del siglo XX y lo que llevamos del presente-: la vulnerabilidad a los sesgos cognitivos conscientes o inconscientes– (preferencia por la teoría propia, sesgo de representatividad, de confirmación…),  que por doquier nos acechan (prácticas descuidadas). En tercer lugar, a las falacias:argumentos que parecen válidos, pero que no lo son.

Contra estas dianas, desde la actitud científica,  se imponen las prácticas de la buena ciencia (frente a la mala ciencia, ciencia basura, ciencia patológica):fidelidad a la actitud científica (que no es un todo o nada), revisión por pares, adecuados métodos estadísticos, replicación –reproductibilidad-, retractaciones si fueran necesarias-, incluso anteponer el conocimiento al ascenso profesional, entre otras.

Hasta aquí el mundo de la ciencia visto desde dentro, ¿pero qué decir de los que están unidos por su repudio o rechazo a la actitud científica? Nos encontramos, por un lado, con los negacionistas: rechazo de lo científicamente bien fundado a fin de salvaguardar la propia ideología (silo informativo libre de hechos, sesgo de confirmación) y, por otro, con los pseudocientíficos: envolverse en el manto de la ciencia para promover teorías alternativas, sin fundamento científico. En ambos casos, el antídoto, desde la actitud científica, es que todas nuestras teorías han de ser sometidas a pruebas empíricas (mejor traducción que evidencia).

Si alguien me pidiera que seleccionase aquella frase sencilla que mejor podría resumir lo que se nos presenta en el libro, sería ésta: en ciencia, la certeza puede ser inalcanzable, pero la evidencia es inexcusable. Es difícil imaginar que cualquier persona lectora de esta obra no aprenda, no reflexione, no crezca, cognitivamente hablando, más allá del mayor o menor acuerdo con lo que su autor trata de defender. Que no se desaproveche esta buena oportunidad de crecimiento intelectivo.

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