Acemoglu, D. y Johnson, S. (2023). Poder y progreso. Nuestra lucha milenaria por la tecnología y la prosperidad. Barcelona: Deusto

Ya desde el prólogo los autores, bien conocidos a escala internacional (Premios Nobel de Economía, 2024), dejan constancia de lo que será su tesis principal: es preciso alejar el progreso tecnológico -hoy bien patente- del control de una élite sumamente reducida, oligárquica, carismática y rarita (mientras los nuevos avances tecnológicos se acumulan, la desigualdad está desbocada y muchas personas asalariadas han sido abandonadas a su suerte). Es preciso luchar contra la visión arrogante de las élites. En modo alguno es bueno delegar en los tecnócratas (sociedad dual). Hemos de estar pendientes de los frecuentes intentos de desmantelar la prosperidad compartida. Es preciso distribuir el poder en la sociedad y reorientar el cambio tecnológico.
¿Será fácil lograr ese alejamiento en favor de justamente una prosperidad común? En modo alguno. Entonces, ¿es imposible? Si se intenta debidamente, es viable. Veamos cómo, dado que nuestro mundo actual puede cambiar considerablemente. Se puede descentrar la innovación de la automatización de la utopía digital y de la vigilancia. ¿No te parece?
Hoy ya es una realidad, en contra de ciertas creencias hegemónicas (sesgo social de la tecnología), que el progreso tecnológico -el inexorable tren del progreso– no significa necesariamente prosperidad común -bien común, prosperidad generalizada y compartida-, ni siquiera prosperidad marginal por trabajador, creación de nuevas tareas o empoderamiento de los propios trabajadores. He aquí la gran cuestión, que va a servir de hilo conductor para toda esta obra.
En demasiadas ocasiones el progreso tecnológico genera unas desigualdades implacables, una férrea automatización -a escala global: globalización- y una permanente vigilancia -indefensión de los trabajadores-. En el mejor de los casos, por tanto, este tipo de progreso podría ser enmarcado dentro de un optimismo -puede sin duda mejorar algunas facetas de nuestras vidas-, pero de un optimismo muy cauteloso, dados sus efectos manifiestamente perniciosos, como el efecto redistributivo: beneficio para una minoría que en modo alguno es compartido con la mayoría. No habría que olvidar, igualmente, que hoy ya es posible la materialización de una dictadura digital -un gobierno autoritario que se mantiene en el poder gracias a la vigilancia intensiva y la recopilación permanente de datos-.
La urgencia mundial más inmediata parece ser, en este ámbito, la redirección de la tecnología: el cambio de perspectiva. Un enfoque subyacente más inclusivo (utilidad de las máquinas) frente al predominante (más parcial y egoísta: mucho Pegasus y poco Prometeo), con su correspondiente cambio en las decisiones oportunas, gracias a la actuación de poderes compensatorios (sindicatos, cambios institucionales, nuevas normativas y regulaciones, políticas comprometidas con la redirección tecnológica…). No debiéramos seguir por el camino cuya única luz proviene de la fe en el poder benefactor -omnipotente- de la tecnología para cada uno de nuestros múltiples problemas, que es la visión más común entre los líderes tecnológicos con más poder en el mundo (automatización –a medias-, monitorización y vigilancia, globalización, publicidad digital, desinformación, recopilación y tratamiento masivo de todo tipo de nuestros datos, reduciendo costes laborales y arrinconando a los trabajadores).
Las lecciones de la historia -la historia no es destino- debieran ser tenidas en cuenta a fin de evitar las implicaciones de la capacidad de poder permitirse no aprender nada, como se pone de manifiesto en cierta versión decimonónica del tecnooptimismo (parece que no somos capaces de entender nada del lado más oscuro de la tecnología, que sin duda lo tiene). Es lo que ha ocurrido también con las tecnologías digitales: se han convertido en la tumba de la prosperidad compartida.
El marco propicio para esta peligrosa visión de túnel –marco mental: tiranía de las visiones reduccionistas (con respecto a diferentes decisiones tecnológicas), frente a visiones inclusivas, se halla en el poder de la persuasión, asentada demasiado frecuentemente en manifiestos círculos viciosos (la visión es poder y el poder es visión) y en errores derivados de una interpretación whig de la historia.
Por lo indicado, es difícil imaginar, que no se pueda considerar la lectura del libro como muy
pertinente, pues sin ella nos encontraríamos con serios problemas para entender lo que está sucediendo en la actualidad -un mundo muy digitalizado– y, lo que no es menos relevante, para percatarnos seriamente de las implicaciones de nuestras acciones en el tipo de futuro que anhelamos -el de nuestra especie: el de las mayorías actuales (el eclipse del poder de los trabajadores: mal asunto) y el de las minorías (monopolios pantagruélicos: pésimo complemento) o, por el contrario, el de una prosperidad compartida-. Está en nuestras manos poder elegir bien y actuar consecuentemente. Contamos ya con sólidos argumentos. Entonces, ¿a qué esperas?