
(Barrett, L.F. (2018). La vida secreta del cerebro. Cómo se construyen las emociones. Barcelona: Paidós.)
Estamos, pues, ante una importante noticia sobre la que merece la pena pararse a pensar, a reflexionar, ¿no lo crees oportuno?
Partimos de que el gozne en torno al cual gira la visión clásica de las emociones –intuitiva: de sentido común- es el esencialismo (sistema de creencias muy arraigado, con los correspondientes costes académicos y también para nuestra salud física y mental). De ahí la concepción -metáfora- de la huella dactilar: la expresión facial.
Sin duda, hay muchos experimentos que ofrecen pruebas a favor de la visión clásica, pero otros más recientes ponen esas pruebas en entredicho.
Por eso, todavía no nos ha de extrañar que estos estereotipos -creencias infundadas- aparezcan reflejados en buena parte de libros de texto de nuestros alumnos universitarios. Hoy sabemos que no contamos con una huella dactilar corporal -ninguna región cerebral específica y concreta la contiene-, ni siquiera para una sola emoción. No hay neuronas, por tanto, dedicadas exclusivamente a las emociones. Las huellas dactilares de las emociones son así un mito (Barret dixit), aunque los resultados del «reconocimiento» de las emociones se hayan reproducido tantas veces en los últimos decenios que la universalidad de las emociones aún tenga la apariencia de un hecho científico (realismo afectivo -realismo ingenuo-: experimentamos lo que creemos).
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