Sandel, M. J. (2020). La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Barcelona: Debate.
Su autor, bien conocido en los ámbitos internacionales, también lo es dentro de España, como pone de manifiesto la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en 2018. Partiendo de la dura realidad que nos está tocando vivir (la pandemia del SARS-CoV-2) constata nuestra patente vulnerabilidad y la necesidad imperiosa de recurrir al bastante arrinconado bien común (concepción cívica del bien común), dada nuestra dependencia mutua y las bien documentadas desigualdades sociales (de renta –riqueza- y de estima social).
La tesis central del libro es que la meritocracia, considerada hasta ahora como el eje central de cualquier sociedad democrática avanzada y justa, necesita una profunda revisión, pues tal vez cobije bajo sus connotaciones tan sumamente positivas unas realidades que poco se corresponden con el valor de desiderátum concedido por nuestras sociedades actuales (es fuente de discordia social garantizada).
Quienes gracias al esfuerzo y a sus aptitudes triunfan en una meritocracia competitiva acumulan deudas (reverso oscuro) que la propia competencia se encarga de esconder. La finalidad específica de esta obra será justamente su develamiento: poner de manifiesto el carácter tóxico del mérito (su doble tiranía, para los de arriba y para los de abajo; mezquino con los perdedores y opresivo con los ganadores), es decir, deshacer el mito meritocrático (distopía, viacrucis meritocrático, epidemia oculta de perfeccionismo).
El principio del mérito (del buen mérito: el que supone entrar por la puerta principal –no por las laterales o por la de atrás- allá donde nuestros sueños aspiren a llegar) asume que todo depende de dos factores fundamentales que se hallan dentro de la persona: sus esfuerzos y sus aptitudes –talentos-. Es la clave de los ganadoresy de los perdedores, a escala personal, institucional o social: estar en el lado correcto o equivocado de la historia. Es también el sólido pilar de las actitudes (fe en la posibilidad de la plena movilidad ascendente: You can make it if you try –lo puedes lograr si lo intentas-, meritócratas acérrimos). Éstas son positivas, hacia los ganadores (éxito, retórica del ascenso social, desprecio a los fracasados –tiranía del mérito-, soberbia –falta de gratitud, insufrible engreimiento-, santificación o virtud) y negativas, hacia los perdedores (desempoderamiento, humillación, denigración, resentimiento, consideración de cómplices de su personal infortunio, pérdida de reconocimiento y estima).
Al final del siglo XX y comienzos del actual el mérito (el imperativo meritocrático) forma parte del núcleo central de los discursos públicos tanto desde los planteamientos de centro derecha como desde los de centro izquierda, en buena parte de las sociedades democráticas de todo el mundo.
Sin embargo, este principio del mérito está, contrariamente a lo que son las creencias dominantes de nuestros días, estrechamente relacionado con la dura realidad de las desigualdades –el 1% más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50% más pobre- que nos obliga a reconocer que ni siquiera una meritocracia perfecta –oxímoron para los humanos- puede ser satisfactoria, ni moral (you deserve -te lo mereces-, ética protestante del trabajo, faceta cruel de la meritocracia) ni políticamente (elítes meritocráticas, los populismos derivados de las mismas).
Mención especial merece el credencialismo que puede resumirse bastante bien diciendo que lo que puedes ganar/cobrar (los triunfadores en la era de la globalización, el afortunado círculo de las profesiones de la élite) depende básicamente de lo que puedas aprender (en, se supone, las universidades más prestigiosas del mundo, que suelen ser curiosamente las estadounidenses). Pleno y total liberalismo meritocrático: hacer más meritocrática la meritocracia.
En la era meritocrática lo inteligente (smart) supera con creces lo éticamente correcto (la guerra no es justa o injusta, es inteligente o estúpida). La gran brecha es la de los diplomas. Desde el mundo académico nos deberíamos preguntar por qué las universidades se están convirtiendo para mucha gente en un símbolo de privilegio credencialista y de soberbia meritocrática. Hemos, pues, de hacer frente a los fallos de la meritocracia y la tecnocracia si queremos abrir la puerta a una política del bien común (más justa –más preocupada por la igualdad que por la movilidad- y de mayor estima social). La conclusión de este bastante completo y bien fundamentado trabajo de investigación es contundente: la meritocracia consolida la desigualdad. Aunque nada más fuera que por saber si esto es cierto o no, merecería la pena la lectura detenida de este libro. Tras la lectura uno acabará con alta probabilidad más ilustrado y ojalá, lo más importante, más humano. Ciertamente, no sería poca cosa. Hay, pues, que intentarlo.