Internet no es la respuesta

ANDREW KEEN (2016). CATEDRAL

Portada del libro "Internet no es la respuesta"

Portada del libro «Internet no es la respuesta»

Es difícil, por no decir imposible, que para los psicólogos y psicólogas educativos que han de ejercer sus funciones en el siglo XXI las nuevas tecnología digitales les resulten indiferentes y, muy en concreto, Internet. En un primer momento pareciera que su incorporación a los contextos educativos no podría traer más que ventajas: fácil acceso a todo tipo de información de forma inmediata, conexión social sin importar tiempo o distancia, oferta de casi todo tipo de ayudas para resolver dudas académicas y, además, para los nativos digitales, sin apenas esfuerzos. Desde este punto de vista, hemos necesariamente de alegrarnos de poder disfrutar de todos estos servicios digitales, siendo conscientes de que, como ya ocurrió con la imprenta, nuestros sistemas de enseñanza y aprendizaje analógicos han de tener que cambiar considerablemente, más allá de nuestros gustos o apetencias e incluso de nuestra valoración, más o menos positiva. De hecho, un asunto clave en nuestros días es el del cambio del papel del profesorado en su faceta de transmisor de conocimientos. Si cualquier tipo de información, de tan fácil acceso en red, está disponible tanto para profesores como para alumnos, ¿tiene mucho sentido que sigamos confiando en las clases como medio privilegiado de referida transmisión? Desde esta perspectiva, no nos queda más remedio, incluso a los más analógicos, que saludar con enorme satisfacción y agradecimiento al nuevo mundo digital que nos está tocando vivir. Cuanto antes se incorpore plenamente a nuestro sistema formal de enseñanza mejor, sin apenas dudas.

Ahora bien, el planteamiento del autor, famoso periodista británico especializado en el mundo de Internet, es muy otro, tras reconocer eso sí, como no podría ser de otro modo, las indudables ventajas de la bien denominada revolución digital. Su objetivo es mostrarnos, de forma bien documentada, que algunas de las principales promesas de los evangelistas de internet en modo alguno se han cumplido. De ahí su tesis: internet no es la respuesta. Estamos asistiendo a una paradoja digital: se nos habla de una tierra prometida digital, en la que primaría la transparencia (el hombre/mujer de cristal), la interacción sin límites, sin burocracias, sin jerarquías, la libertad plena y, por si todo ello fuera poco, sin apenas costes, puesto que casi todo se nos ofrece gratuitamente. Lo que nos encontramos:  una sociedad estructurada según una economía de casino, que está siendo regentada por una hipermeritocracia de ganador único, frente a la gran mayoría (el precariado) que con la oferta gratuita de sus datos posibilita los ingresos desproporcionados de un grupo minoritario de tecno-místicos (milmillonarios). Pero las implicaciones no sólo se centran en la economía. También afecta a los aspectos más sociales y psicológicos: estamos asistiendo a un narcisismo digital, a una cultura selfiecéntrica, a una caótica cultura “ahorista”.

Como cabría inferir de lo señalado, nos viene bien que se recurra a los extremos (utopía y distopía de Internet) para que nosotros podamos reflexionar con fundamento (este es uno de los objetivos de esta obra) sobre las múltiples ventajas que tiene la incorporación de las nuevas herramientas digitales a nuestras vidas (es prácticamente imposible imaginarse un mundo actual y futuro sin ellas), a la vez que también analicemos los a veces ocultos  (u ocultados) inconvenientes, para la sociedad en cuanto tal y para los propios individuos. Uno de los aspectos que debieran requerir nuestra atención es el de la “vigilancia digital”: al entregar gratuitamente nuestros datos, perdemos intimidad y autonomía, quedando expuestos al control de una minoría enriquecida gracias a ellos. Habremos de hacer frente, pues, a los peligros de la república de cristal. Frente a esta situación, tal vez una de las posibles salidas airosas (quedarnos con los beneficios, desechando los perjuicios) sea la propuesta por los movimientos del “Slow Web” o la práctica de ciertas desintoxicaciones digitales.

Si el libro puede resultar muy interesante e ilustrativo para cualquiera (es sin duda aconsejable su lectura), más lo es si cabe para nosotros, psicólogos y psicólogas educativos, pues debiéramos conocer muy bien tanto las indudables  ventajas como las reales desventajas del uso (y el abuso) de las nuevas tecnologías digitales.

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